jueves, 2 de noviembre de 2017

He vuelto Madre-Reflexiones-


He vuelto Madre, de un largo viaje que emprendí, sin zurrón ni zapatillas, acompañada tan sólo, por el  labriego sudor de muchas lágrimas sobre mis mejillas.

Y entonces, vinieron todos juntos   los dolores adosándose a mis venas, mi cuerpo era  un plañido de mil campanas rotas,  el  infortunio llegaba por el camino de la amargura.
 Quería volar, pero mis alas estaban rotas, viendo  un cielo negro y sin luna  detrás de las cortinas de mis angustias. 
Adosada en su lecho y prendida de su lado día y noche, el cansancio no me abatía ni el sueño  llegaba, recitando versos inéditos sin que ella oyera mis palabras, atesorando en mi mente,  oraciones y recuerdos,  que le diría cuando se despertara.

Cuando un atisbo de vida volvía a su cuerpo  me miraba sin saber quién era, la abrazaba, y muchas veces, ella me decía madre.
 Su mirada trastornada,  su pensamiento fuera de su cuerpo, tirando de ella y de aquella silla de ruedas que era, cual un crucificado, abatido por su cruz, dábamos en silencio un corto paseo.

Otras veces, cuando dormía, mi mente iba desgranando los  momentos maravillosos  de cuando era una niña y me  iba a la escuela, ella me repasaba de arriba abajo, cual un capitán a su tropa, antes de salir de casa, para que fuera muy limpia, sin ninguna mancha en mi falda o en mi chaqueta.

Durante su larga enfermedad, mi plegaria a la Virgen siempre era la misma…”Cuando te la lleves de este mundo, ven Tú a por ella”, para que no tenga miedo, para que  por ese túnel que  a todos nos aterra, no se pierda, para que con Tu luz olvide los sinsabores y los dolores de esta tierra.”

El verano se despedía cansino, las nubes poblaban el cielo aquella mañana, con barruntos de tormentas, cosa que a ella, la aterraba, cuando éramos niñas y  el cielo se iluminaba con sus rayos fugaces, nos recogía cual una gallina clueca recoge a sus polluelos, y junto a ella en su cama, rezábamos el rosario, y como por arte de magia, los truenos callaban y por los oteros se perdían.

Inmóvil se quedó  aquella mañana, como un pajarillo desvalido, con la cara amalgamada de cera y con una tenue sonrisa en su boca.
Allí estaba, sin poder darme el último  de su  abrazo, los  últimos besos,  ni las regañías que me prodigaba cuando algo estaba mal hecho, o se me escapaba alguna mentirijillas.

Deshecha en el llanto me encaré con el Cielo, con los Santos, con la gente, con el color negro, con aquellos hombres y mujeres que me abrazaban, sin sentir el abrazo en mi cuerpo.
Solo me quedaba regarla de besos, para que se fuera con el cargamento  de mis postreras palabras y del amor,  más grande, que ninguna balanza puede medir en esos momentos.

Abrazada a las yemas de sus manos, a su  vientre, como un río de lágrimas que se perdían por la pendiente de mis ojos, sin luciérnagas que me alumbraran…Se fue de mi lado para siempre.
Un abrazo póstumo incendió el espacio, la tormenta en mi corazón hacia mil estragos, nada ni nadie, podía detenerme, para que me alejara de su cuerpo inerte.
Unas campanadas en aquel silencio, me hicieron despertar de mi dolor y mi desesperación, al saber, que ya  se la llevaban, que  no volvería a verla.   
 Al volver de dejarla en aquel Campo Santo, donde quedó para siempre su cuerpo, un temblor recorrió mi alma y mi cuerpo al ver la fecha, en la que haba muerto.

El ocho de Septiembre,   día de la festividad de Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe,  Patrona de Extremadura” de la que ella, era una ferviente devota.

Entonces comprendí que sí, que si  me había oído mi otra madre, la Madre del Cielo.

Y me entró una alegría por todo  mi cuerpo, al pensar, que ahora juntas las dos  están  en los Cielos.


Encarna Recio Blanco

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